miércoles, 17 de noviembre de 2010

La muerte 01

Cuando mi bisabuela hablaba de sus muertos, sonreía. Mi bisabuela decía que ellos la visitaban de noche, que bajaban las gradas del cuarto que estaba al fondo del patio de aquella casa de mi infancia… Que ellos pasaban frente a su ventana, se quedaban un rato platicando y luego se marchaba. Ella, en esas mañanas, tras esas visitas fugaces, hablaba de sus muertos.

Esas mañanas, mi bisabuela hablaba de cómo a sus muertos le gustaba el arroz frito que quedaba pegadito en el fondo de la cacerola y el mojar el pan francés con tajadas de guineo maduro en leche helada; como, aunque no le gustara nada, se metían el desayuno de huevo tibio y la leche caliente de tres hervores a fuerza de eso, de huevos…

… Y hablaba de cómo antes, en otros años, cuando no eran sombras detrás de una hilera de ventanas solaires nevadas, a sus muertos les servía en una paila un poco de crema de leche espolvoreada con sal gruesa de cocina y se la comían con trozos de tortilla recién tostada… Y contaba todo eso mientras cocinaba en su cocina… la suya, en esa donde una mala mirada era lo único que podía ganarse algún meque que intentaba cucharear antes de la hora de la comida.

Y hablaba, y recordaba, y sonreía… porque, no me pregunten por qué, para esa señora de piel curtida en arrugas cobrizas, pelo entrecano, ojos hundidos y que todavía se fumaba algún Delta a escondida, de eso que compraba con las monedas que guardaba bajo el colchón, me parecía que la muerte le era cotidiana…

… “Hablar con muertos no ha de ser normal”, me dije, “Y sentir la muerte tan normal, tampoco”. Y es que a ella le parecía tan cotidiana que yo hasta me sentía culpable.

Por eso, un día antes de que muriera, sentí la necesidad de sincerarme con ella, de decirle la verdad a la primera persona de mi familia que, al final de cuentas, anunciaba de un modo u otro que nos dejaría…

- … Mire… No son los muertos… Somos nosotros, que bajamos a media noche a ver qué encontramos en la cocina… en su cocina.
- No.
- Sí… Soy yo, mi hermano… y mi primo, cuando se queda a dormir.
- Sí, mi’jo… Yo bien siento cuando son ustedes los que bajan… Se oye en las gradas…
- Ya ve… yo, quería pedirle disculpas…
- ¿Por qué, mi’jo?
- Porque somos nosotros…
- No… Mis muertos vienes después… Después de que ustedes pasan riéndose en voz bajita… Después, mucho después… Entonces, ellos bajan las gradas, se quedan ahí enfrente de la ventana y platicamos un rato… Después se van… Ahí, despacito, se van y se pierden en el palo de limón…
- … Vaya…
- Sí… Vaya tranquilo, mi’jo… Que la comida está para que no se arruine…
- … Vaya, mamita…

… Un día después, el día que murió, dijeron que fue por un enfisema pulmonar, que fue por el cigarro, que fue por la edad…

A mi bisabuela, la muerte la encontró arropada en una colcha de colores, de esas tejidas en San Sebastián… Su cuerpo delgado sobre el colchón; este, encima de unas pocas monedas de cinco, un par de pesetas y un tostón, y un paquete vacío de Delta.
A nosotros, los niños de la casa, nos encerraron en un cuarto… Dijeron que era para que no nos asustáramos...

… No me pregunten por qué, sentí que esa noche, mi bisabuela sintió a sus muertos bajar las gradas sin hacer ruido y vio como se quedaron detrás de la ventana. Han de haber platicado un rato y, al final, la convencieron de que se fuera con ellos…

… Ya era hora de que les hiciera arroz frito pegado al fondo de la cacerola y que les sirviera tortilla tostada con crema y sal, como lo hacía antes, allá en el pueblo… Que si aceptaba, hasta se comerían el huevo tibio y sin protestar se tomarían leche caliente de tres hervores a sorbos largos… Y ella se ha de haber dejado convencer, agarrado los cigarros que le quedaban bajo el colchón y se marchó sonriendo con sus muertos… Yo, entre lágrimas y mocos, sonreía con ella.

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