Un hilo de sangre se deslizó desde su oreja. Segundos antes,
sintió que algo le explotaba dentro de la cabeza. ¡No, no fue así!
Primero, fue un zumbido agudo taladrando la cabeza. Después, la
explosión repentina y el hilito caliente de la sangre saliendo por la oreja
izquierda.
Eso, fue: Un zumbido agudo que le hizo torcer los ojos del
dolor.
Eso fue lo que vieron los que estaban frente a él: una mueca
graciosa de un hombre haciendo viscos mientras reía. A decir verdad, ni se
preocuparon mucho. Estaba haciendo ridículo una vez más, como lo había hecho
tantas veces en aquella noche. Como lo hacía siempre.
¿O no era ese el papel que jugaba en ese grupo de amigos? Hacer
el ridículo, ser el blanco de los chistes, comerse las bromas pesadas como
bocas y bajarlas con un largo trago de lo que hubiera servido en aquel vaso,
tragarse el puto enojo de mierda. Eso era, joderse en silencio de tener que ser
el que hace hasta lo imposible para ser aceptado en aquel grupo donde solo
tenía disponible una plaza de bufón.
A decir la verdad, daba gracias que en esta época no fuera
necesario estrellarse pasteles en la cara. En esta época, solo se trata de
perder la dignidad. A veces, un poquito; otras, mucha.
Al final de cuentas, ¿cuánto vale la dignidad? ¡Una
mierda! Se pierde todos los días en la
calle, cuando te pasan llevando de largo; en el banco, cuando el vigilante te
mete mano; en el trabajo,
cuando el jefe se lleva todos los méritos de aquel proyecto; en ese grupo de amigos…
¿Amigos? Eso también se lo había preguntado. ¿Era necesario
todo eso para llamar amigos a esos a cuatro pendejos que tenía enfrente? No, se
había dicho varias veces. Pero ahí seguía, aguantando palo hasta por debajo de
la lengua y la dignidad, a la mierda.
“Dejá de gastar, ahorrá un poco y te vas a la mierda de este
país”, se había dicho. Había hecho números. Si no salía, si dejaba de gastar,
hasta podía conseguir unos sus mil dólares en el año. Así de fácil. Su hermano
le había dicho que le podía mandar otro poco. El resto se conseguía echando
verga, que él le conseguía trabajo en la misma compañía. ¿Y el inglés? Que
pusiera de su parte, que se rebuscara para aprender lo básico, que allá todo se
arreglaba si podía saludar, seguir órdenes y no andar metiéndose en mierdas.
Y él estaba acostumbrado a seguir órdenes. Las seguía de
todo el mundo. El informe lo quiero para el martes, le decían; y el informe
estaba el martes. ¡Quitate!, ¿que no ves que voy pasando?; y él se quitaba.
Levante las manos, y el levantaba las manos. Es que sos verdaderamente pendejo;
y él era el pendejo. Y los amigos reían.
Y los amigos dejaron de reír hasta cuando el vaso se le deslizó de
la mano y la cerveza se derramó sobre la mesa. Hasta una puteada se ganó,
cuando vieron que perdió el balance sobre aquella banca. “¡Dejate de mierdas!,
¿qué putas te metiste?”, escuchó. Recién empezaron a preocuparse cuando cayó de
golpe. Pero de eso ya no se enteró. Para cuando su cabeza chocó contra el piso, ya
no escuchaba nada.
Cuando llegó la policía, los amigos estaban lavándose las
manos; que apenas lo conocían; que a saber en qué putas estaba metido; que a
veces parecía que se daba sus lineazos porque se comportaba como un pendejo;
que aguantaba todas las bromas pesadas, y que lo hacían mierda, y que él solo
reía como idiota, a carcajadas; que salían con él porque les daba un poco de
lástima porque no tenía ni amigos ni familia en el país.
"Posible sobredosis", anotó el policía en su libreta. Quedaban
pocas dudas después de las entrevistas con los testigos. Y claro, lo terminaba
de delatar esa enorme sonrisa en el rosto del cadáver.
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