lunes, 11 de octubre de 2010

Una bicicleta roja

Dicen que andar en bicicleta no se olvida... Yo no lo he olvidado desde que lo aprendí. Sí olvidé el inglés, porque dicen que si uno no lo practica, ese sí se olvida… Lo olvidé porque no lo hablaba, porque en el kindergarten bilingüe de la vuelta de mi casa no lo hablaban… Hablaban en un español extraño para un niño que acababa de venir de Estados Unidos. Y quienes lo hablaban no conocían ni les causaban risas los ‘pigolitos’… Bueno, creo que ni le interesaban… Pero esa es otra historia…

Ésta historia es de una bicicleta roja, con asiento de respaldo largo, con listones de plástico que salían de los manillares del timón, con timbre de ruedita que se apretaba con el dedo gordo de la mano derecha, con rueditas a los lados… rueditas pequeñitas que se unían al chasis con unos trozos de lámina…

“Las rueditas son para mientras… Mientras aprendes. Después, las quitamos y ya”, me dijo mi padre. Él era un hombre moreno, de pelo negro alborotado y con entradas pronunciadas en las sienes. Y, a pesar que siempre llegaba tarde, que siempre tenía cien exámenes que calificar, mil ideas y cosas en la cabeza, millones sueños futuros que hacer realidad, esa navidad caótica me lanzó la promesa: “Yo te voy a enseñar.”

Nunca me enseñó. Pero a los seis años, eso no es problema… Digamos que a esa edad, uno no anda por la vida coleccionando rencores o, por lo menos, reconociéndolos... Y es que mientras las rueditas estuvieron en su puesto, no hubo problema. Yo jugaba a dar vueltas interminables en la cochera de la casa… Cuando amanecía aventurero, dabas dos pedalazos y me dejaba ir por el pequeño tobogán de la entrada a la casa… Así se pasaban las tardes de esos días: Yo, mi bicicleta roja y la cochera de la casa. Así, hasta que las rueditas se arruinaron.

Entonces, apoyaba la bicicleta en el muro de jardín de afuera de la casa, me sentaba en ella y me quedaba quieto, imaginando hasta dónde se puede llegar sobre una bicicleta roja… Y aunque los vecinos de mi edad se reían, la verdad, yo había viajado ida y vuelta a todos lados… Y no me molestaba no moverme ni siquiera un centímetro… Y así pasaba las tardes de aquellos días: yo, mi bicicleta roja sin rueditas y mis viajes imaginarios. Así, hasta que llegó “el Chele”.

- Me prestas la bicicleta… Tu no la estás ocupando, me dijo.
- Es que estoy jugando…
- … Pero no la ocupas.
- Es que las rueditas ya no sirven.
- No importa, yo puedo andar en bicicleta…
- Y sí podés andar, ¿por qué no tenés una?
- Por qué no, porque tenía una… Pero era cuando vivía con mi papá… Ahora vivo aquí, ahí enfrente y no tengo.
- ¿Por qué no vivís con tu papá?
- Porque él ya no está aquí… ¿No sabes andar en bicicleta?
- No.
- Si me la prestas, te enseño.
- ¿Sin rueditas?
- ¡Sin rueditas!

Todas las tardes, durante la siguiente semana, “el Chele” agarraba el respaldo de la bicicleta mientras yo intentaba mantener el equilibrio sobre los pedales… Así, él se pasó horas corriendo, enseñando… Y yo, aprendiendo… Hasta que un día decidió dejarme solo… la bicicleta se fue de lado y terminé en el suelo, con un raspón en la rodilla izquierda… “¡Pudiste! Súbete de nuevo”, me ordenó. Y lo hice, y me caí una y otra vez hasta que al final de la tarde me paseaba a mis anchas por el pasaje de la colonia… Así pasábamos esa tardes: “El Chele”, la bicicleta roja y yo. Así, hasta que “el Chele” se fue…

… Yo me iría de la colonia poquito tiempo después… La bicicleta quedaría embodegada con el resto de las cosas de la casa que no entraron en las tres maletas cafés que mi madre llenó de ropa y papeles…

… Dicen que andar en bicicleta nunca se olvida, porque no es como el inglés… Y aunque no lo dicen, tampoco se olvida a quién te enseña a andar en bicicleta.

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