sábado, 11 de octubre de 2014

Música ajena

En aquel bar mandaban los parroquianos. Abría cuando llegaba el primero. Cerraba cuando se iba el último… bueno, los últimos.

Ellos, los que mandaban, se tomaban la barra como propia. Al frente de ella, con los ceniceros llenos y los vasos vacíos. Atrás de ella, entraban como en casa, anotaban una ronda en la comanda, se servían los tragos a placer. El bar, con la anuencia de los dueños, era suyo, pues. De nadie más.

Tan suyo era que daban el visto bueno a los nuevos clientes; vigilaban que las mesas estuvieran limpias y bien servidas; saludaban a los asiduos de nombre y apellido; y, lo más importante de todo, controlaban la música.

En aquel bar, la música que sonaba era única y exclusivamente la de los parroquianos. Y esta oscilaba de Páez y Sabina hasta Slayer y Maiden; se detenía con los alaridos de uno y otros acompañando a Leo Dan, al Bukis o al príncipe más triste y alcohólico de la canción; se levantaban y bailaban las mismas siete melodías que tenían la suerte de estar en la carpeta de salsas, cumbias y merengues de la vieja computadora que hacía de rockola todas las noches de lunes a domingo.

Ellos, en un ejercicio desmedido de control total, habían llenado aquellas carpetas con la música que les venía en gana. Era música para cada ocasión. Ahí estaba la carpeta de “amores imposibles”, la de “Fiesta total”, la de “amores eternos”, la de “Para pasar el rato”, la de “música de conquista”, la de “para reír”, la de “para llorar”, la de “para olvidar”. Y ellos le decían al barman que saltar de carpeta en carpeta dependiendo del “mood” de la noche. Y el “mood” de aquella noche de lunes era de plática.

¿De qué se habla los lunes en un bar? De cualquier cosa y de muchas sin sentido. Y la plática era tan intranscendente que hubiera sido una noche de esas que se olvidan si no hubiera sido por aquel extraño que se sentó en el último puesto de la barra.

Había llegado una media hora atrás. Había pedido una cerveza. Y se la tomaba haciendo gala de un silencio de monje tibetano. No habló hasta pidió que quitaran la canción que estaba sonando. Y lo dijo tan decidido y con aquella voz de mando que obligó a que todo el mundo hiciera silencio. 

- Disculpe caballero… Esa canción es mía, yo la pedí y va a seguir sonando.
- Disculpe, usted… Uno va por el mundo creyendo que la música es de uno solo. Que esa canción que un día te dedicaron o que tan solo te dijeron “escúchala”, es tuya… Y al final no, no lo es. Esa, por ejemplo, es de ella…
- ¿Y ella ya no está?
- No… no está ni estará…
- Mire pues, que lástima. Hágame el favor de tómese otra, yo lo invito. Y llore si quiere, porque la canción se queda… Es más, ¡que suene de nuevo!

Y la canción empezó a sonar desde el principio.

Y es que aquel bar era tan de los parroquianos que se les disculpaban la prepotencia, las miradas fuertes y las malas crianzas. Y no era gente mala, solo dueños virtuales de una barra y de cientos de carpetas de la música que sonaba en aquel lugar. “Hay canciones que nunca fueron nuestras”, dijo el extraño.

- Mire compa, hay libros, hay pinturas, hay películas, hay canciones y hay recuerdos… pero no joden las canciones, ni los libros, ni las pinturas ni las películas, sino lo recuerdos…
- Las hay que joden más... Pero esta no es porque joda, sino porque no es mía.
- Siempre hay unas más que otras, pero no puede venir por el bar pidiendo que quiten la música solo porque usted diga que es de “ella”… ¡Una ella que ya ni está con usted!

Ella se había ido un día muchos lunes atrás.

Él, en último acto de amor puro, le dijo que se llevara lo que quisiera de aquel rinconcito de casa.

Ella, sin vacilar, tomó los platos azules, la máquina para hacer ejercicios, unas revistas con las esquinas dobladas, el televisor blanco y negro que servía de mesa de noche, un libro con viejas fotos de La Habana, la refrigeradora y esa canción. “Tú eres música”, le alcanzó a decir. Ella le dio un beso en la frente, de esos que duelen, y se marchó.

Así, desde aquel lunes, él comía afuera porque no tenía platos ni refrigeradora; ya no leía el libro de La Habana porque de todos modos no tenía telvisormesadenoche donde dejarlo caer cuando los ojos se le cerraban; se metió un gimnasio, más por no estar en la casa que por echar de menos la máquina de ejercicios; y no escuchaba música, no fuera a pasar que un día, como este, sonara la canción que ya no era suya.

- Solo les pido que la quiten un rato… Que me apuro esta cerveza y me retiro… y después la pueden poner las veces que quieran, suplicó.
- Mire maestro, si nos pusiéramos exigentes, yo no podría ver a la luna ni a algunas estrellas que regalé una vez… Es más, ni hacer algunas miradas o sonreír de cierto modo… Supérelo, que ella, le puedo jurar, ni recordará que usted algún día le regaló una canción…
- ¿Y las sigue regalando?
- ¿El qué?
- Las miradas, las sonrisas, las estrellas, la luna…
- ...
- ¿Si?
- No…
- Esa canción de ella, como los platos azules y las revistas que se llevó. ¿Puedo escucharla si ya no me pertenece?
- Claro que sí, aunque le joda... ¡Ya, supérelo! 

Y la canción sonó por cuarta vez. Él se empinó la cerveza. Pago la cuenta y se marchó.

“Es jodido que uno ande por la vida sin música solo porque las cosas no salieron con alguien cómo se hubiera querido”, dijo el barman y preguntó quién se anotaba a la otra ronda. “Dame la penúltima”, dijo uno. “… Y me haces el favor de quitar esa mierda de canción que no sé porque me está poniendo demasiado triste”.

En el aire había quedado la última frase de aquel extraño: “Algún día, como yo, entenderán que hay canciones que nunca fueron nuestras”. 

1 comentario:

  1. al vesre: es justo porque fueron nuestras: ​«​​​​​​porque eres mía, porque no eres mía, porque te miro y muero...»
    [ pero gracias por venir a contarlo! ]

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