Tenía una semana de prometer que arreglaría la cama de una
vez.
Vio por la ventana, hacia afuera, donde unos niños jugaban a
tocar timbres, esperar la pregunta del vecino y salir corriendo, mientras se
reían mucho.
Sonrió.
Se tiró sobre aquel colchón desnudo.
Miro a su alrededor: papeles a montones, seis vasos desechables
sucios regados por aquel cuarto, un cenicero al borde de colillas, ropa limpia
amontonada en un rincón esperando a ser doblada, un rompecabezas a medias en el
suelo, un litro de cerveza tibia que abrió una de estas madrugadas, una escoba
detrás de la puertas sobre un montón de cenizas y polvo… ¡Vaya metáfora de su
vida que le regalaba la vista!
Sonó el timbre…
Cerró los ojos. Hace años, cuando todavía podía correr sin
tener que detenerse a toser y suplicar por un poco de aire, jugaba a los
timbres y a las carreras… No fue hace
muchos años. Quizás fue hace pocos días, cuando todavía sonreía sin motivos;
quizás era porque andaba borracho por aquellas calles…
… Sonó el timbre
… Vio aquellos vasos sucios… Uno por cada madrugada. ¡Bonito
trofeo que recompensaba igual número de borracheras y de resacas! Se había
prometido que iba a tirarlos a la basura aquella última mañana. Pero, ¿para qué
botarlos si servían de ceniceros improvisados?
… Sonó el timbre…
Tenía una semana de prometer que arreglaría la cama de una
vez, que botaría todo lo que no sirviera de aquel cuarto, que no podía seguir
así. “Hay que botarlo todo”, repitió. Botar los papeles, los vasos, las colillas
del cenicero, la basura… ¿La ropa? ¿El rompecabezas? ¡Todo al carajo de una
puta vez!
… Escuchó unas risas y el timbre sonó de nuevo…
“¡Puta, monos cabrones!”, pensó. “No se van a ir nunca”.
Se levantó de la cama.
Había que preguntar. ¿Si no cuál es la gracia? ¿No le tocaba
a él jugar a ser adulto alguna vez?
“¡¿Quién?!”, gritó.
Y vio a los niños alejarse corriendo entre gritos y risas…
Sintió envidia de toda aquella maldita y sincera libertad con que aquellos niños vivían su tarde.
“¡Malditos monos!”, gritó y se le escapó un sonrisa.
Regresó la mirada a su cuarto. Vio aquel colchón, los
papeles, los vasos, el cenicero, la ropa, el rompecabezas, la escoba, la basura…
Tomó las sabanas limpias del clóset, dio un trago largo a aquella cerveza
pasada y empezó a llorar.
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